El sistema de desagüe en Buenos Aires

Ya desde la primera fundación de Buenos Aires, las condiciones sanitarias eran más que deficientes. La geografía de la primitiva ciudad, distaba en mucho a lo que es actualmente. Numerosos bañados en la zona de lo que hoy es la plaza constitución, lagunas, sumados los ríos que cruzaban la primitiva ciudad.

“Todos los habitantes de Buenos Aires tienen ingenio y son afables”, destacaban los viajeros del siglo XVIII en el relevamiento de Daisy Rípodas Ardanaz, cuando apenas se llegaba a los tres mil habitantes, “pero hay un defecto reiterado hasta convertirse en tópico, -algo que- afea a estos hombres y mujeres: la pereza, que lleva a los blancos a despreciar las labores manuales,  y a conformarse con los imprescindible”, impera la ley del menor esfuerzo en medio de la abundancia de carnes, caballos, agua dulce y miles de durazneros.  Incluso la ciudad crecía apuntando al Bajo por comodidad y cercanía al precario puerto,  donde se juntaba la resaca y los desperdicios…que la población esperaba que se los lleve la marea. Zanjones como los de Matorras y Granaderos, a pocas cuadras de la actual Plaza de Mayo,  llenos de inmundicias y demases, el Riachuelo como primer basural ciudadano,  hacían que los viajeros en 1830 describan a la ciudad del buen aire de Don Pedro de Mendoza, “nadie vio jamás un sitio más desagradable como Buenos Aires, haciendo hincapié en el barro callejero, las osamentas podridas en el mismo, que daban olores repugnantes hasta que los perros o las ratas acababan con el cadáver de la res vacuna o equina” en una postal que no excluía pantanos, uno muy famoso en las actuales Maipú y Perón que había tragado jinetes y caballos, y huecos llenos de orines y heces que los porteños simplemente arrojaban sin mirar a quien (recién se prohibió esta práctica con las pestes de cólera y fiebre amarilla en la década 1870 ¡Incluso se lavaban los carnes con orines hasta 1864 para no juntar el agua del aljibe!) 

Este panorama comenzó a cambiar con la generación del 80, y la firme decisión de los porteños de convertir su ciudad en norte de un país, y las obras cloacales y pluviales demoraron en completarse  casi un siglo de sinuosas inversiones públicas y privadas.  

Todo conspiraba, un terreno ondulante que dificultaba la nivelación de casas y calles, ríos interiores que servían de basurales,  y la falta inexplicable de previsión de desagües, para que el ambiente urbano fuera inhóspito por la mugre, el desorden y la apatía individual reinantes, a pesar de los esfuerzos constantes de virreyes y, luego, gobiernos patrios desde 1810. Rivadavia fue el primero que se preocupó realmente por la higiene pública  y contrató a un ingeniero hidráulico francés para que se ocupe de aguas corrientes y desagües de Buenos Aires en los tiempos de los aguateros y aljibes pegados a los pozos ciegos (hoy parque de diversiones de los arqueólogos urbanos cada vez que se excava en el Casco Histórico,  ya que los porteños arrojaban mucho más que la basura y la vasija de noche) Pero recién llegó dos años después cuando Rivadavia no estaba más en el gobierno , aunque no era Claudio Pellegrini, sino Carlos Pellegrini, futuro pintor fundacional del arte argentino. De todas maneras presentó en 1829 un visionario plan de “aguas clarificadas” que quedó en la nada.  En 1850 se eleva sin éxito a Rosas un plan ideado por Pellegrini de cañerías,  y depósitos de Reserva, por los propietarios del Molino San Francisco (en la bajada de Alsina y Paseo Colón), en el primer antecedente moderno de una red de aguas. Faltarían casi veinte años todavía para que un 4 de abril de 1869 se abra la canilla en el centro y el sur porteño,  y el preciado líquido pueda llegar limpio a las casas –y a las carretas de los aguateros, que seguirían siendo una imagen porteña hasta bien entrado siglo XX. Faltaban  los cloacas pero un primer paso estaba dado gracias al padre de la tecnificación del agua argentina,  el irlandés ingeniero John  Coghlan.  

Coghlan-Bateman-Devoto

Se pasó directo de la letrina a la cloacas –primera pensadas como una cuestión pluvial- debido a las avances de la novísima ingeniería sanitaria durante la revolución industrial, “el siglo del cuarto de baño”,  que  buscaba atenuar el foco de pestes y miserias de las atestadas ciudades europeas. Así en imitación bombas, sifones y caños de alta densidad fueron distribuidos por el radio urbano, con la alegría de los porteños que no sabían si eran de obra pública,  o trincheras de los secesionistas Mitre o Tejedor.  Coghlan, que había venido a trabajar en los ferrocarriles ingleses, y quienes serían los financistas de esta primera red de aguas en conjunto con Baring Brothers (inicios de la deuda externa argentina, por cierto), presentó un  plan que solamente abarcaba en una primera etapa menos de mil cuadras, poco para una ciudad de 180 mil habitantes, y que tomaba el agua del bajo de la Recoleta –el edificio allí construído, que albergaba los iniciales filtros y bombas, sería a partir de 1933 el Museo Nacional de Bellas Artes. Pero los vaivenes políticos, que fueron en verdad los que impulsaron a la flamante municipalidad porteña buscar empresas privadas que se encarguen de obras de magnitud, paralizan de a poco las necesarias obras cloacales, que irían en simultáneo, a las aguas corrientes iniciadas entre 1874 y 1880. En ese tiempo crecía la figura del ingeniero John Bateman, contratado por Sarmiento para un frustrado puerto, y que también presentó un plan de drenaje, sistemas de cloacas de desagüe y provisión de agua (copiado del proyecto de Coghlan), duramente cuestionado por senadores como Vicente López, “haber levantado presupuestos…anhelando sólo la celebración de un contrato valiosísimo y lucrativo para él”, cerraban los números que triplicaban a los de Coghlan, y quien renunciaría a la municipalidad denunciando “negociado”.

Pero finalmente se le concedió la obra en 1871, bajo la presidencia Sarmiento, y Bateman construyó a la distancia la primera red cloacal de Buenos Aires en el Casco Histórico. A la distancia porque dejó a cargo a Jorge Higgins y volvió a Londres con dos millones de libras esterlinas…y las cloacas recién entraron en funcionamiento a mediados de la década de 1890, con los primeros 22 mil edificios que suplían a 100 mil porteños frente a los 700 mil de una aldea que soñaba en urbe. Como la bomba en el Riachuelo demoró en operar –y que sigue llevando los desechos a Berazategui-, los sumideros, cañerías y pozos provisorios eran destapados hasta fin entrado el siglo XX por trabajadores en hediondos carros atmosféricos. Allí aparece los “cloaqueros”, y su competencia en la búsqueda de “premios” en las entrañas urbanas, “los cirujas de alcantarilla”, fantasmas del real bajo fondo de Buenos Aires.

Finalmente cabe  Antonio Devoto las grandes obras de salubridad a partir de 1882. Este multifacético empresario italiano, hacedor de la Argentina, hacendado, banquero, industrial, colonizador, fundador del Hospital Italiano, el Club Italiano, Villa Devoto, y quien puso 500 mil pesos de su bolsillo para salvar al país en la crisis de 1890 –y muchas veces más sostuvo las finanzas públicas y alentaba políticas impositivas a quienes más ganancias obtenían en el campo e industrias, un patriota que comprendió que nadie puede querer la bancarrota del Estado argentino…-, pudo finalmente conectar la red cloacal en 1889 con un ambicioso plan que se dividió en tres etapas simultáneas, la red de cloacas en el radio porteño, la segunda el conducto de desagüe hasta el sur de Quilmes y la tercera a la provisión de aguas corrientes. Recién en junio de 1949, treinta y tres años después del fallecimiento de Devoto,  y con el Establecimiento Wilde, finalizó una gigantesca empresa ingenieril sanitaria, que tiene joyas como el Gran Depósito de Gravitación de avenida Córdoba y Ayacucho, hoy Palacio de Aguas Corrientes, inaugurado en 1894, “en su construcción Devoto quería utilizar materiales del país pero decidió importarlos porque resultaban menos costosos”, acota resignado Ángel Prignano, “terminó por optarse por la mayólica y ladrillo barnizado, para el revestimiento del perímetro externo …300 mil piezas traídas de Europa. La cubierta de los techos se realizó con pizarra verde traída de las –ya agotadas- canteras de Sedán, Francia”, o los aún activos pozos semisurgentes de Belgrano y Flores. El proceso de conexión fue lento y, aún en la segunda década del siglo pasado, solamente el 40% estaba en red. Y todavía existían pozos ciegos en plena área urbana pese a la prohibición de 1895,  y la obligación de 1891 de construcción de cloacas domiciliarias: los porteños seguían con arrojar la basura y desechos varios en cualquier lugar, pese a las severas multas que regían desde la época de Rosas. Pocos tiraban de la cadena y el inodoro Jenning, el modelo que conocemos, era una rareza, “sobre 3199 casas sólo 91 tienen el inodoro inglés”, atestigua el higienista Emilio R. Coni.   

“Es sorprendente las cosas que se encuentran en las cloacas”, decían los “cloaqueros”, una profesión porteña que empezó con la extensión de sumideros, cámaras sépticas y cañerías,  aquellas que tardaron décadas en funcionar debidamente por las innumerables marchas y retrocesos habituales de la obra pública porteña –y argentina, “se pueden mencionar animales…piedras preciosas, alambres, trapos, piedras inusuales…herraduras…pedazos de cañerías y hasta medidores de gas…recientemente una cartera con 9 mil pesos ha sido restituida a su dueño”, recogía un asombrado cronista de la revista PBT en 1905. Los cloaqueros eran fundamentales en las limpiezas de fin de año y su presencia,  con el carro atmosférico tirado a caballo, un servicio esencial junto a los barrenderos o la policía “El humilde cloaquero/perdonando la expresión/aromas del corazón/brinda altivo y muy sincero/con su felicitación” romantizaba un popular copla del novecientos, rescatada por Conrado Nalé Roxlo, y que reconocía a los sacrificados trabajadores que descendían a los intestinos de Buenos Aires.  A veces se pegaban un buen susto topándose con unos seres difusos, silenciosos en los túneles, los míticos “cirujas de alcantarilla” Negados por las autoridades de cualquier administración municipal, efectivamente eran personas que buscaban  “pinchando” en la “borra” o “potaje” de los desechos porteños los “brillos”, anillos, aros, medallas, joyas, relojes, dinero y armas. Uno de estos cartoneros del bajo fondo dice haber encontrado una figura de la Virgen de Luján de 38 gramos,  según Mauricio Carini en el diario La Nación, y en un muy cercano 1988. Varios de estos objetos eran comprados –y fundidos los nombres de sus dueños-  en las joyerías de la calle Libertad.

Fuente: serargentino

 

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