El surgimiento del barrio Las ranas y sus «chalets de lata»
Ante el incremento en la cantidad de residuos y el alto costo de su tratamiento, la Municipalidad comenzó a realizar contratos con particulares para que trataran la basura.

El nombre del barrio “de las ranas” o “pueblo de las latas”, fue adquirido por la presencia de estos animales en la zona y por el tipo de construcción de las casas de los que allí vivían.
El “barrio de las Ranas”, resultó una aglomeración de habitaciones precarias, de casas hechas de latas de kerosene enteras, abandonadas, vacías y luego rellenadas con barro, lo que, al secarse, les daba consistencia de grandes bloques, apreciablemente pesados, los que, superpuestos sin cemento, al uso incaico, llegaban a conformar anchos muros.
La designación de “Pueblo de las Ranas”, si bien es un eufemismo, resulta acertada. Era un pueblo dentro del ejido de la ciudad, separado de la misma por formas de vida; carente de nomenclatura; con “autoridades” propias ignoradas por las oficiales y despreocupación del gobierno municipal.
Hasta la concesión del concesionario industrializador de desechos no existieron inconvenientes para los afincados en las tierras municipales cuya subsistencia la basaban en el aprovechamiento de lo volcado. La afluencia fue masiva al terminarse la guerra de la Triple Alianza.
A poco comenzó la concurrencia individual, en la mayoría de los casos, ex ocupantes de los “huecos”, provincianos y gringos.
La población continuó aumentando hasta llegar al número de 3.000 almas más al finalizar el siglo.
El epicentro del pueblo era la imaginaria prolongación de las calles Colonia y Zavaleta, en las cercanías de la avenida Amancio Alcorta. Desde allí, desparramados al azar, se desperdigaban los “chalets de lata”, llegando, por el este, hasta la prolongación de la avenida Entre Ríos –ahora Vélez Sarsfield- y por el oeste hasta cerca del camino “de Gowland”, actual avenida La Plata.
Dijimos “chalets de lata” por ser el término más usado por irónicos cronistas de aquel entonces. Así vemos, por ejemplo, publicaciones en los semanarios “Caras y Caretas” y “P. B. T.” donde el sistema constructivo merece abundantes comentarios.
(…) El combustible –querosén, sobre todo- se importaba en latas y el gran consumo producía un sobrante de envases que de no ser aplicado con fines botánicos terminaba en el abandono, llegando al “pueblo”, donde una ingeniosa técnica le encontraba eficaz aplicación. Bastaba llenar el recipiente con barro para obtener un sólido paralelepípedo que, apilado “a soga” o “a tizón”, constituía el mampuesto de óptima calidad, demostrada en reiteradas catástrofes climáticas.
La calidad del muro no condecía con el techo, ya que éste se ejecutaba más precariamente con rezagos de chapa, arpilleras, ramas y hasta algún sibarita lo hacía con maderamen, en pintoresco muestrario, pero, como el resto, con mucho desaliño.
La actividad laboral honesta del hombre «ranero» era la selección, acopio, y venta de elementos rescatables de las sobras. Esta función absorbía gran parte del día y si bien los carros descargaban en la mañana, la búsqueda debía ser continua y mientras hubiera luz para ser redituable. Ya empleados o independientes rastreaban después de los vuelcos, incluyendo los feriados. Agachados, elegían, con asombrosa idoneidad, todo lo aprovechable, separando y agrupando papeles, huesos, tejidos, metales, vidrios y todo lo industrializable, asistidos por mujeres y niños, colaboradores en el examen o custodios de lo apropiado. (…) Los niños y jóvenes, con menos conciencia de la mugrienta realidad ambiental, deambulaban en horas de esparcimiento (…). Pero muy pronto se dejaba la niñez en aquel sórdido antro.
La falta de agua potable la solucionaban, precariamente, acarreándola desde la bomba del abrevadero para caballos, instalado en Grito de Asencio y Avda. Amancio Alcorta.
El ranero es, en definitiva, un marginado que, como tal, trata de agruparse estableciendo sus leyes de juego para permitir la convivencia y predisposición para la defensa contra la sociedad que lo excluye.
Se organiza, entonces, un sistema social con hábitos tribales, en los que se subordina todo al más astuto o valiente. Asimismo, y con espíritu de defensa, se va formando un vocabulario propio, con la intención de que resulte indescifrable para el extraño. La necesidad de ocultamiento, falta de roce con el resto de la ciudad y la mezcla con extranjeros, reemplaza los términos del idioma oficial por otros que le resultan más cómodos al satisfacer sus intenciones. Esas expresiones son aportes importantes al lunfardo, que se ve así enriquecido en forma notable. Por ejemplo, el gentilicio del poblador, ranero, es vocablo generalizado para designar al vagabundo valiente.
Si ranero era un blasón por pertenecer al definido grupo, “ciruja” era, en cambio, el “profesional” en la selección y por extensión todo aquel que aprovechaba lo que para la mayoría era inservible. El término es apócope de la palabra cirujano; como en ese entonces se recuperaban muchos huesos la denominación “cirujas” derivaría por analogía con la profesión de los médicos, siendo los recuperadores “cirujanos de la basura”.
Ranero y ciruja son expresiones inconfundibles, usadas abundantemente en el lenguaje coloquial y hasta en el literario, pero sin tener intensiones ofensivas. En cambio, es despectivo el calificativo de “quemero”, cuyo uso es menos frecuente.
El vaciadero, foco infeccioso gigante, necesitó eliminar la gran cantidad de material en descomposición, por lo que la Municipalidad dispuso la incineración, a “cielo abierto” en un principio, y con distintos tipos de hornos posteriormente.
No todos los habitantes que llegaban al “Pueblo de las Ranas” se hallaban al margen de la ley; la mayoría lo hacía obligado por las condiciones sociales reinantes en la ciudad, que los arrojaba como resaca junto a otros sobrantes; una gran cantidad eran negros, herederos de aquellos primitivos que poblaron los “huecos”, mientras otros, los menos, quizás eran inmigrantes sin oficio o sin el espíritu sumiso como para dejarse explotar; algunos, y no muy numerosos, eran disminuidos que no aceptaban la limosna pública.
Fuente: Aproximaciones a la Historia del Cirujeo en la Ciudad de Buenos Aires – Verónica Paiva y Mariano Perelman