Funeral de Roque Sáenz Peña

En octubre de 1913, el presidente Sáenz Peña, gravemente enfermo, delegó el mando en el vicepresidente Victorino de la Plaza y se instaló en una casa de campo en la provincia de Buenos Aires

En febrero de 1914 solicitó del Congreso nueva licencia, en vista de que su enfermedad no cedía y por ello se procedió a un cambio ministerial. En julio tuvo una mejoría que le hizo pensar en la reasunción del mando, pero una recaída instantánea produjo su fallecimiento el 9 de agosto de 1914, unos días después de haber estallado la primera guerra mundial, que tanta repercusión iba a tener en el desarrollo industrial del país y en la crisis subsiguiente.

Su muerte fue deplorada por todos los sectores de opinión y sus exequias constituyeron una imponente manifestación de duelo. Era el segundo presidente de la República que moría en el ejercicio del cargo: el primero había sido Manuel Quintana.

Hubo, con motivo de su enfermedad, un movimiento en las altas esferas de la vieja política, para cambiar el rumbo iniciado, que llevaba al triunfo de los radicales y a la expansión del movimiento socialista.

El diputado radical Rogelio Araya lo denunció en estos términos:

«Me siento muy obligado a denunciar al país esta confabulación que hacen los hombres del antiguo régimen para desplazar al que significa un peligro para ellos, pero que representa todavía una esperanza de las aspiraciones populares. Saludo al primer magistrado de la República en desgracia, con tanta más simpatía cuanto más grande e injustos son los ataques que se llevan contra él. He de votar por que se le conceda la licencia indeterminada que necesita. No son los momentos mejores aquellos en que el alto funcionario se encuentra en cama, los que deben utilizarse para fraguar conspiraciones palaciegas y deshacerse del presidente de la República por la intriga o la traición. ¡Reclamo para el presidente de la República —yo su adversario y crítico de todos los momentos— el respeto que se le debe no solamente como ciudadano ilustre, sino también como el representante más alto del pueblo argentino!», y Alfredo L. Palacios, agregó: «Quiero significar mi protesta contra un viejo régimen que se insinúa y revolotea como ave agorera, alrededor del lecho de un enfermo».

El destino definitivo de la ley electoral, que había alterado el panorama parlamentario en sus primeras prácticas en 1912, 1913 y 1914, quedaba a merced del sucesor.

Todos los sectores del Congreso rindieron tributo al creador de la ley electoral, radicales, conservadores, socialistas.

El doctor Juan B. Justo dijo:

«No abundamos los socialistas en manifestaciones de admiración por los que han sido poderosos en la tierra. Sabemos lo que es la política: una actividad todavía incierta y tortuosa, demasiado vinculada a la tradición y al privilegio, y que usa de buen grado de la violencia y la mentira. No es, pues, un caso común el que se nos presenta en el presidente Sáenz Peña, cuando podemos conferirle las palmas de la gloria ante su actitud como gobernante. Lo hacemos porque creemos que el señor presidente de la República, doctor Sáenz Peña, supo comprender en su hora una gran necesidad pública. Actuó en un momento de la historia argentina en que el problema fundamental era el de la realidad del sufragio, el de la verdad del sufragio popular. Lo comprendió, tradujo esa convicción en una nueva ley, y aplicó esa ley con lealtad y con energía, consiguiendo hacer del parlamento argentino un verdadero parlamento modelo. El doctor Sáenz Peña ha sido, pues, para la diputación socialista, un constructor, un creador. Ha realizado sin esfuerzo aparente una verdadera revolución incruenta y fecunda. Lo colocamos al mismo nivel de los hombres que en el arte y en la ciencia, en la economía y la técnica, propulsan el trabajo humano. Y por eso el partido socialista extiende también su aplauso a la memoria del presidente extinto».

J. Carballido dijo que no sólo fue la ley electoral la que tuvo la virtud de despertar un gran fervor cívico. «No. ¡Cuántas leyes se han dictado en el país, que no han servido sino para ser burladas en su aplicación! No; es su obra sincera, es el entusiasmo y el calor de su acción poderosa; es el alma que puso en sus cláusulas la que despertó, la que llevó al pueblo y a los partidos el soplo de vida y de fe que les faltaba».

El mismo año 1914 fallecieron también dos ex presidentes, el general Julio A. Roca, el máximo rector, desde 1880, de la vida política del llamado viejo régimen, y José Evaristo Uriburu.