Rosas invitó a la Compañía de Jesús a enviar jesuitas a Buenos Aires a quienes luego expulsó
Un decreto de Rosas dispone el restablecimiento de la Compañía de Jesús «tan respetable entre nosotros por los imponderables servicios que hizo en otro tiempo a la religión y al Estado».

Los jesuitas regresaron al Río de la Plata en 1836. La orden había sido expulsada de todos los dominios del rey de España en 1767, había sido suprimida por el papa Clemente XIV en 1774 y había sido restaurada en 1814 por el papa Pío VII. En 1835, en el contexto de la guerra civil, se habían producido motines anticlericales en España que habían tenido a la Compañía entre sus blancos preferidos. En Buenos Aires gobernaba Juan Manuel de Rosas y algunos de sus allegados -su primo Tomás M. de Anchorena y Felipe Arana, entre otros- eran particularmente devotos y promovieron el regreso de los jesuitas.
El 9 de agosto de 1836 llegan a Buenos Aires, procedentes de Europa, seis religiosos de la Compañía de Jesús a quienes tanto el gobierno como la población tributan cálida acogida. Días más tarde, el 26 de agosto, un decreto de Rosas dispone el restablecimiento de la Compañía de Jesús «tan respetable entre nosotros por los imponderables servicios que hizo en otro tiempo a la religión y al Estado».
Se produce así en América del Sur, la primera revocación de la pragmática de Carlos III que había dispuesto su expulsión en 1767. El 7 de diciembre de 1836 los padres jesuitas son autorizados para abrir «aulas públicas de gramática latina, y después, cuando puedan y lo indiquen las circunstancias, enseñar la lengua griega y la retórica, poner Escuelas de primeras letras para varones y establecer cátedras de filosofía, teología. cánones, derecho natural y de gentes, derecho civil y derecho público eclesiástico, como también de matemáticas». Al maestro mayor de la ciudad, arquitecto Santos Sartorio, se le encarga de «la compostura y aseo de las piezas en que hayan de situarse dichas aulas» y al rector de la Universidad, se le ordena facilitar «todos los trastos, muebles y utensilios que haya de más en el establecimiento de su cargo, y que no haciendo allí falta, puedan ser útiles al servicio de dichas aulas».
Pronto resulta evidente que los jesuitas, cuyo número se eleva rápidamente a 39, no mantienen cordiales relaciones con Rosas, por pretender quedar al margen de la propaganda federal. Rosas ha logrado que en todas las parroquias y funciones religiosas se predique en favor de los federales. El propio obispo exige a los párrocos que impidan el acceso a los templos de los fieles que no ostenten el distintivo federal. Pero los jesuitas no usan la divisa en el Colegio, ni prohíben que los alumnos vistan prendas de colores «unitarios», es decir, celestes o verdes. Una carta de Nicolás Marino, fechada el 4 de setiembre de 1841, refleja el sentir rosista sobre !a conducta de los jesuitas. «Estos padres, que todo lo deben a nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, han creído poder cubrir con el ropaje de su hipocresía la ingratitud de su conducta y la perversidad de sus hechos. Pero se han precipitado en un funesto error. Los conocemos ya los federales. Son unos salvajes unitarios, tanto más alevosos cuanto que profanan la religión y la virtud, haciéndolas servir a su deslealtad y asquerosa codicia. El 4 de octubre de 1841 comienza a oírse por las calles de Buenos Aires: Mueran los jesuitas salvajes unitarios ingratos.
Alarmado, el padre Mariano Berdugo, Rector del colegio, aloja a los sacerdotes en varias casas amigas y les concede asueto a los alumnos, que pronto dejan de concurrir definitivamente al establecimiento por disposición de sus padres. Ante la hostilidad, creciente, el padre Berdugo se oculta en la ciudad y el 20 de octubre huye a Montevideo. Esta fuga complica aún más las cosas. Finalmente, en marzo de 1843, el jefe de policía, Bernardo Victorica, dispone la expulsión de los padres no secularizados. Sólo dos, Francisco Magesté e Ildefonso García, permanecerán en Buenos Aires.
Francisco Magesté fue profesor y prefecto general de estudios en el colegio de San Ignacio de la ciudad. Todos los domingos era invitado a predicar sermones, en los que –a diferencia de los demás jesuitas– se pronunció a favor del gobierno de Rosas. De modo que, cuando la orden volvió a ser expulsada en octubre de 1841, fue invitado a quedarse.