La plaza de toros en Buenos Aires
Las corridas de toros, como en toda la América española, estuvieron presentes en la mayor parte de las festividades públicas y para asistir a ellas se congregaba público entusiasta y de todas calidades.

En Buenos Aires, el circo o coso taurino era provisional. Se cerraba la Plaza Mayor a tales fines y, mientras se celebraban en la arena los combates, en los balcones del cabildo y otros sitios preferidos pugnaban las autoridades por precederse en los lugares de honor.
En la Plaza Mayor lidió, hacia 1772 Mariano Ceballos, el Indio, rioplateño que luego sobresalió en España y fue inmortalizado por el genio de Goya. Ceballos había nacido posiblemente en nuestra Córdoba y era espada y rejoneador.
Con el propósito de levantar un circo fijo, aunque para corridas de menos jerarquía, de sólo novilladas, el maestro carpintero Mariño presentó en 1790 el proyecto de construir en el hueco de Montserrat instalaciones permanentes. La propuesta entusiasmó a muchos vecinos. El Virrey Nicolás de Arredondo encargó al regidor Martín de Alzaga y al capitán de ejército Félix de la Rosa que supervisaran la empresa, cuyo producido líquido se destinaría a la obras del empedrado.
Con capacidad para dos mil espectadores, comenzó a funcionar a principios de 1791. Se dispuso la construcción de burladeros para seguridad de los que bajaran a la arena y podían alquilarse palcos por dos reales y por la mitad, gradas y tendidos. Las reuniones se hacían los días lunes y feriados de un solo precepto, quedando vedados los meses de enero y febrero para no apartar a las gentes de los trabajos de la siega. Un callejón entre las casas de Lezica, Las Heras, Piñero y Lorea, de la calle Montserrat a la plaza, hacía de toril.
La primera corrida formal se realizó en 1793, mientras que las oficiales y las de los domingos se seguían haciendo en la Plaza Mayor. No todas las corridas ostentaban la necesaria fiereza, ni todos los toreros la valentía que requería aquella fiesta brava.
Un informante de hace casi dos siglos nos recuerda una realizada el 17 de mayo de 1794 que sólo fue prestigiada por la presencia del Virrey don Nicolás Arredondo. Los astados, cuenta el cronista, no lo eran tanto “casi mochos”, los demás a cual peor; tanto que los picadores y banderilleros no pudieron despenarlos. Los toreros, uno de los cuales estaba vestido de indio, no lograron tampoco superar la crítica del cronista. El matador se veía más pálido que penitente ayunado… A otro toque de clarín, tres indios de a caballo retiraron al toro a lazo para dar fin, con matarifes más avezados, a la faena. Ese día, de diez reses que aparecieron en la arena sólo dos cayeron por la espada, y no del primer golpe.
La prosperidad que se prometían los vecinos al construir la plaza de toros, se había desvanecido por la desvalorización del barrio. El maderamen del circo crujía por las noches poblando de presagios agoreros el ánimo de los vecinos inmediatos.
Ocultos en las galerías, infinidad de malhechores atacaban con piedras, para luego despojar a aquellos que se aventuraban a pasar por allí desde la caída de la tarde. De día los toros y caballos muertos que permanecían en el sitio apestaban el ambiente y las reses bravas escapadas muchas veces provocaban la carrera y el alboroto de los enlazadores. Ya por entonces la calleja que hacía de toril recibía el merecido nombre de calle del pecado. Pronto la picaresca se extendió también a las casitas fronteras a la plaza, con ventanas como gateras y puertas macizas que se abrían directamente sobre los aposentos, propias para ser habitadas por gente pobre; la que pronto dejó el lugar a otros elementos que nunca pagaron alquiler, concediendo raras veces al dueño la gracia de devolver las llaves a la hora de partir.
Contritos, los vecinos sólo reconocían lo falible de los juicios humanos hasta que, hartos de sufrir, se dirigieron al virrey pidiendo la demolición del circo. Ofrecían además la suma de quinientos pesos para construir el mercado que pretendía Las Heras en 1781. La petición, formulada por don Matías de Chavarría como apoderado, estaba también firmada por Justo Pastor de Lezica, Martín Joseph de Altolaguirre, Juan Bautista de Mujica, doctor Domingo Antonio de Zapiola, doctor Mariano Medrano y otros vecinos de fuerte influencia.
El Virrey dictó un auto el 27 de octubre de 1799, disponiendo que la demolición comenzara el miércoles de ceniza del año venidero. Con el nacimiento del siglo XIX el barrio vio con alivio la desaparición definitiva del circo levantado por Mariño. Se habían cumplido 114 corridas que dejaron 5.700 pesos para los contratistas y 7.296 para la obra del empedrado.
Montserrat restañó dificultosamente las heridas infligidas por el circo en su tranquilidad y progreso, y se aplicó a la construcción de la plaza prevista para mercado mientras la gente de mal vivir se marchaba, sin ser lamentada, hacia el barrio del Retiro, donde se construyó un nuevo circo, escenario poco tiempo después, durante las invasiones inglesas, de hechos cruentos también, pero más gloriosos.