José Manuel Estrada, el protagonista del Día del Profesor

Escribió numerosas obras sobre educación, historia y política, fue diputado nacional por la Unión Católica y rector del Colegio Nacional de Buenos Aires. Se destacó por su firme oposición al laicismo y al liberalismo propios de la generación del 80, que gobernó entre la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX.

En Argentina se celebra el 17 de septiembre el Día del Profesor en honor al fallecimiento en Asunción de José Manuel Estrada en 1894. Una ironía del destino fatal con un hombre que compartió el amor por la educación con Sarmiento aunque fuera su enemigo acérrimo, en las discusiones por la ley de educación primaria laica.  

La serena tarde asunceña acogió a dos ejemplos de las aulas argentinas, enfrentados en 1880, y a la vez, coincidentes diez años atrás en que la colonización agrícola y la educación popular era la fórmula para encontrar el equilibrio entre “la moral y la democracia ante el engendro liberal de una campaña sometida al vil materialismo” Palabras contemporáneas a sus clases de historia en las aulas de la Escuela Normal de Buenos Aires. Clases que habían cambiarían para siempre los programas europeos que se imponían, “estudiar grandes grupos de hechos –de nuestro pueblo-, el análisis de diversos estados sociales recorridos por la República, desde el descubrimiento hasta nuestros días, del espíritu que la ha precedido y de las consecuencias que han entrañado; estudiar decía el desarrollo de las ideas, de los principios y de la riqueza pública, terminando por el examen de la actualidad y el presentimiento del porvenir”, anunciaba Estrada, quien luego rechazaría en el Colegio Nacional de Buenos Aires los textos norteamericanos que imponían Sarmiento y Avellaneda. Si Juana Manso impulsó la educación de la historia argentina a nivel primario, José Manuel Estrada fue fundamental con “Lecciones de Historia de la República Argentina” (1868). Introdujo una mirada diferente, sin grandes nombres ni batallas heroicas, sino atendiendo a los procesos sociales y la vida de la gente común.

Sin ser reconocido en la historiografía local ese texto, una compilación de clases magistrales, Estrada nunca escribió un libro, fue pilar de la enseñanza secundaria por décadas. Otro tanto con sus clases de derecho y ciencias políticas en la universidad, y que fueran objeto de cientos de estudios hasta fin entrado el novecientos. Por otra parte, tampoco Estrada aparece como un verdadero precursor de las ciencias políticas argentinas.  

Fue uno de los primeros historiadores que entendió a Juan Manuel de Rosas en su tiempo, con sus dificultades y errores, en su autoritarismo, aunque sin remachar con el “tirano” de la mirada vencedora de Caseros. Estas posturas, que lo alejaron de Mitre, el presidente que muy joven lo había alabado, “Estrada es un pensador”, serían  los primeros distanciamientos con la generación del ochenta, que alcanzaría su cenit en los debates contra las leyes liberales del roquismo.

“Los liberales (y el doctor Wilde con ellos, ministro de Roca) inciden en el error de tomar la apostasía –que implicaba la separación del Estado y la Iglesia- como si fuera una emancipación, creen que desechando la fe, entran en la plenitud de la libertad”, escribía en la prensa unos días antes que el presidente Roca lo exonerara como rector del Colegio Nacional Buenos Aires. Al año siguiente pierde la cátedra de Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Hacia 1884 inicia una enconada oposición en su rol de presidente de la Asociación Católica Argentina y diputado de la efímera Unión Católica, con un cierre de campaña en el Teatro Nacional que molestó a los conservadores liberales porque, ¡sacrilegio!, comparó a Roca con Rosas, “Don Juan Manuel de Rosas fue una pasión encarnada…habría allá empero la grandeza terrible de las fieras. Hoy estamos acometidos por reptiles. Pero estos reptiles traen pasiones más innobles”, sentencia contra muchos de sus antiguos camaradas del Circulo Literario que había fundado en 1860,  y que fue un faro del pensamiento nacional sin banderas,  al igual que la primera época de su Revista Argentina.

Un reformista en la encrucijada de una joven Nación        

Se suele observar a la figura de Estrada, más allá del culto al profesor que recién comenzó en las primeras décadas del siglo XX, un exponente de sectores retrógrados ligados al catolicismo; es más, un hostilizado “apóstol de Cristo” para algunos. El accionar político anterior al fallecimiento corroboran esta imagen plenamente, “el liberalismo pugna por regirlos prescindiendo de Dios o contrariando su ley…¡esa es la bandera de la tiranía!” Sin embargo seguir la trayectoria de Estrada resulta entroncar la historia de las familias patricias de mediados del siglo XX, no muy diferente a los Mansilla. De hecho, aquel círculo literario fue fundado junto a Lucio V. Mansilla, el gentleman escritor de “Una excursión a los indios ranqueles”, y otros ilustres porteños como sus hermanos, por ejemplo, Ángel, fundador de la señera editorial argentina. O quienes serían sus rivales veinte años después firmando la destitución a sus queridos cargos docentes, por ejemplo Eduardo Wilde. El lema del Círculo de Estrada, pensado para “estimular a la juventud de Buenos Aires,  fue “la literatura une”, una máxima que había acuñado en sus primeros años de notable periodista en “La Guirnalda”.

Criado con la herencia de los tiempos coloniales por la hija del virrey Santiago de Liniers, Carmen, fue su primer maestro Manuel Pintos, patriota de la Revolución, a quien el mismo Estrada recordaba “santo anciano, cuya alma bañada por la más sublime y cristiana filosofía…llena de deber republicano…háblame de la patria lleno de optimismo” Duradero será el impacto en el educador porque sus primeras acciones fueron la defensa de la compatibilidad entre democracia y catolicismo,  y el amor desmedido por una nueva historia asentada en una mirada americana. Allí su original trabajo sobre la incipiente democracia paraguaya en los municipios del siglo XVIII. Claro que no fue  simpático en los tiempos de la Guerra contra el Paraguay, que apoyó como muchos de sus fervorosos amigos patricios porteños, y finalmente declaró que “lo que el sable mutila, nada lo regenera” Luego colaboró en los gobiernos de Sarmiento y Avellaneda, y ambos presidentes le encargaron funciones públicas en la educación. Jamás descuidó la docencia, sus claustros, sus alumnos, como le dice en un tardío 1882 a quien lo echaría un año después, “mi querido Eduardo- Wilde- tú sabes que mi presencia frente al colegio Nacional es una serie de sacrificios. Cuatro posiciones políticas (tres de ellas altísimas) ha desechado por no abandonar el cargo, que considero una buena obra…anheloso, ante todo, de servir a mi país en la enseñanza de la juventud”, cierra quien seguía siendo un paladín de los jóvenes con más de veinte años de carrera docente. El día que fue echado los estudiantes llevaron a Estrada en andas hasta su casa como un héroe. No necesitó matar hermanos ni caudillos para eso. Era el héroe de la tiza y el pizarrón.

El profesor Estrada

“José Manuel Estrada fomentaba en los alumnos del colegio la inclinación a los estudios …nos reunió en una de las salas más grandes del Colegio Nacional para hacernos escuchar su palabra de maestro y moralista…el tema era la tiranía de Rosas…aquella noche nos hizo temblar y vibrar como sacudidos por una corriente eléctrica” recordaba Martín García Mérou. Otro privilegiado espectador de esas clases magistrales, unas que formaron sin duda cuadros políticos e intelectuales de la joven Argentina, fue Paul Groussac. En su “Los que pasaban” reconocía a la distancia que “a pesar de que no entendía del todo, en mis años de alumno, fue gracias a Estrada que amé la historia”  El mismo Groussac admira a que sin tener las “borlas doctorales”, Estrada nunca obtuvo un título universitario, superaba en “horizonte filosófico y vigor del pensamiento” a cualquier otro profesor. Incluso influyó decisivamente en el curso de su sucesor en la universidad, el doctor Aristóbulo del Valle, en cuanto enseñar la constitución desde una perspectiva histórica desde la Colonia hasta Pavón, y no a la manera de una sucesión de leyes, sin referencias a las luchas de un pueblo. Y pese a ser un recalcitrante oponente de Mitre, acercó a los católicos a la Unión Cívica de la revolución de 1890, germen del radicalismo, y colaboró en los nuevos planes de educación del secundario que impulsaba Carlos Pellegrini. Sus días terminan de ministro plenipotenciario en el Paraguay luego de rechazar un “alto” ofrecimiento del gobierno de transición de Luis Sáenz  Peña, a quien había incorporado a su “estimulante” círculo literario de 1864. También cierra un círculo que había comenzado impulsado por los mismos conservadores, luego execrado, y que ahora lo incluían nuevamente entre sus hombres destacados. Estrada era uno de ellos pese a las diferencias, maestro del alma de varios, pero además un hábil político que había organizado tras sus espaldas a la iglesia argentina. No solamente modernizó en el pensamiento sino que amplió y fortaleció  al catolicismo, en sus programas sociales y educativos. La acción pública de Estrada hizo que florezcan los colegios confesionales tras el histórico Congreso Católico Argentino de 1884. Más que un anacrónico “apóstol de Cristo” fue un cabal reformista, hijo de una generación que imaginó la Argentina. El profesor Estrada fue un artífice de importantes cambios en la sociedad bajo la fe del Estado argentino,  al igual que lo había hecho en la cultura de la Buenos Aires de 1860 con diarios y revistas, o en la educación media y superior desde rectorías y cátedras.  

Aspiraba Groussac en su necrológica sentida hacia un hombre, “muerto aún joven, antes de dar su medida”, a que Estrada, “sea cual fuera la suerte deparada para su obra, dejaría en el seno de su pueblo, gracias a los discípulos por él formados, un nombre que resistirá el olvido… – como decía el poeta Horacio- Non omnis moriar -no moriré del todo-“, concluía un dilecto discípulo, aquel intelectual francés radicado en el país que modernizó la Biblioteca Nacional. Con esa cita en latín finalizaban las relampagueantes clases de este gran educador argentino, maestro de maestros. Mientras haya un profesor que encienda las almas de sus alumnos de Ushuaia a La Quiaca, el espíritu de Estrada vivirá en las aulas argentinas.

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