Eugenia «La cautiva» y Rosas, compañera secreta hasta el exilio

Ella era apenas una adolescente, que cuidó a Encarnación Ezcurra hasta que murió. Con los años, junto a su “fiel servidora”, Rosas mantuvo una relación afectuosa pero algo distante, que fue un secreto a voces

La de Juan Manuel de Rosas y María Eugenia Castro es la historia de un amor entre una mujer sumisa y casi analfabeta, y el hombre más poderoso de su tiempo.

Durante los doce años que estuvieron juntos, entre 1840 y 1852, el período en que Rosas alcanzó la cumbre de su poder, ella le dio religiosamente siete hijos que él se negaría a reconocer, y a cambio la mantuvo escondida.
Aunque en los últimos tiempos de su exilio inglés pareció arrepentirse y la llamó a su lado, ya había llegado tarde.

La única pareja legal de Juan Manuel de Rosas, había sido Encarnación Ezcurra. Se habían casado en 1813 en Buenos Aires, y aunque él era un joven y acaudalado estanciero de veinte años, ella había llegado sin dote al matrimonio.
Lo cierto es que el primer hijo, Juan, llegaría al filo de los nueve meses prudenciales, y luego, en 1817, nacería Manuelita, quien sería la luz de los ojos de su padre.

El ascenso político de Rosas iba a comenzar en 1820, y no se detendría hasta alcanzar la suma del poder público. Encarnación sería el partenaire ideal: dado que no tenía gran apego por sus hijos, iba a acompañarlo en esa carrera manejándole las finanzas y las intrigas políticas con más pericia que la que tenía en el hogar.

Carlos Ibarguren escribió: “Doña Encarnación era el otro yo de Juan Manuel, con quien no tenía, a pesar de su fervoroso compañerismo, esa intimidad ilimitada de las almas que se aman. Ella fue el cancerbero que vigila, lucha y se enfurece para arrancar y defender la presa necesaria a la acción de su marido. Tenía las cualidades que faltaban a su compañero: era ardorosa, entusiasta, franca, iba derecho al objetivo que perseguía, y sabía dar la cara en cualquier empresa que acometía, a diferencia de Rosas”.

Así fue hasta 1835, cuando su salud comenzó a empeorar, y una parálisis progresiva acabó con ella en 1838. Los últimos años los había pasado postrada, y su esposo había tenido que ponerle una enfermera que estuviera todo el tiempo con ella. La asistente era una chica de trece años que Rosas se había comprometido a criar, y se llamaba Eugenia Castro.

“Después de dos años en que el Arbitro Supremo se dignó en su infinita misericordia afligir mi corazón con la pérdida de la compañera querida de mis cansados días, observo que todos visten el mismo luto de mi penetrante dolor. Mas ya es tiempo, confederales, que pongáis fin a estos justos y religiosos desahogos de vuestro pesar”.
Para cuando difundió esta proclama, en octubre de 1840, Juan Manuel de Rosas ya había abandonado el luto de viudo y Angela, la primera de los hijos no reconocidos que tuvo con Eugenia Castro, había nacido pocos días antes.

Eugenia era la hija del coronel Juan Gregorio Castro, quien al morir había dejado a Rosas como albacea y tutor de sus hijos. Según una descripción de época, la chica era “agraciada, morena, vivaz y sensual; una odalisca criolla”. Apenas quedó huérfana, había sido colocada en una casa de la alta sociedad, pero no se sintió a gusto y pidió a su protector que la llevara con él.

Como Encarnación ya estaba mal y necesitaba quien la cuidara, el Gobernador accedió y en 1836 la niña había llegado a la casa de los Rosas, en la calle de la Biblioteca. Allí iba a quedarse los siguientes dieciséis años.

Si en los primeros tiempos en la casa la muchacha parecía temer al Restaurador y escaparle cada vez que podía, al fin acabó durmiendo en el mismo cuarto que él, en una cama que durante el día estaba oculta por un biombo que se quitaba por las noches.

De la relación quedarían seis hijos: Angela (El soldadito), Justina, Joaquín, Adrián, Mercedes (Antuca) y Arminio (El coronel). Una séptima hija de Eugenia, a la que llamaron Nicanora, podría no ser de Rosas: llevaba el apellido Costa, quizá por un sobrino de Encarnación que vivía también con la familia.

Los chicos iban naciendo cada invierno en la estancia de Palermo, mientras Juan Manuel y Manuelita se hacían los distraídos. La relación entre la Castro y la hija de su amante parece haber sido estrecha, al punto de descocar la imaginación de los enemigos de Rosas.

José Mármol escribiría en 1850: “Él hace de su barragana la primera amiga y compañera de su hija; él la hace testigo de sus orgías escandalosas”. Y Xavier Marmier dirá que Manuelita recibía a las amantes de su padre, algo que no se había atrevido a hacer ni Luis XV: “Noche a noche puede verse a Manuelita sentada con suave sonrisa ante las Cleopatras del voluptuoso Antonio, entre el capricho de la víspera y el capricho del día siguiente”.

Rosas no reconocía su relación, escondía a Eugenia, y para que no quedaran dudas la había bautizado “La cautiva”. Con todo, a veces le permitía algunas licencias: sentarse a la mesa durante las comidas privadas, o algún paseo en carruaje de tanto en tanto, con él y sus hijos. Aunque sólo tenía cuarenta y cinco años cuando enviudó, su sobrino Lucio Mansilla iba a escribir: “Una mujer era para él, ya maduro, asunto de higiene; ni más ni menos”.

En los últimos años que pasaron juntos, la relación entre Eugenia y su amante se fue haciendo más fluida y menos secreta. Nicanora ha contado que Rosas la mandaba a ella y a sus hermanos a que espiaran a Manuelita y a su novio Máximo Terrero cuando buscaban privacidad en alguno de los salones de Palermo, y que los chicos corrían a contar a su padre los pecados de su medio hermana.

Pero la vida en común de Rosas, Manuelita, Eugenia y sus hijos en la estancia San Benito, habría de terminar el 3 de febrero de 1852. Ese día Justo José de Urquiza se haría con el poder, y su derrotado enemigo elegiría el exilio a bordo de un buque inglés.

Los Castro no iban a embarcarse, pese a que habían sido invitados. “Este es uno de los puntos más oscuros en la vida de Eugenia”, dice Rafael Pineda Yáñez. “Nos consta que cuando Rosas la invitó a partir con las dos criaturas aludidas, Angelita y Armindo, sus favoritos, sufrió en lo más vivo de su amor propio el repudio que aquella proposición excluyente significaba para los otros hijos de esa unión ilegítima.”

Rosas no olvidaría a Eugenia durante su exilio, y la incluiría, con un pretexto, en el testamento redactado en Southampton en 1862: “A Eugenia Castro, en correspondencia al cuidado con que asistió a mi esposa Encarnación, ha habérmela ésta encomendado poco antes de su muerte, y a la lealtad con que me sirvió asistiéndome en mis enfermedades, se le entregarán por mi albacea, cuando mis bienes me sean devueltos, ochocientos pesos fuertes metálicos”.

Era un legado simbólico, porque Rosas sabía que jamás iba a recuperar los bienes que le habían sido confiscados. En el testamento, sobre los hijos que había tenido con la mujer, ni una sola palabra. En la misma voluntad dice expresamente: “Jamás he tenido o reconocido más hijos en persona alguna que los de Encarnación, mi esposa, y míos, Juan y Manuelita”.

Finalmente sola, olvidada por el hombre al que había consagrado su vida, María Eugenia Castro moriría en Cañuelas en 1875. Juan Manuel de Rosas sólo la sobreviviría un año. Un lustro antes, en abril de 1870, le había andado a María Eugenia unos regalos acompañados de la esquela, donde se daba a sí mismo un tratamiento que no dejaba ninguna duda:
“Mi querida Eugenia:
“Uno de los tres pañuelos es para vos, el otro para el Soldadito y el otro para Canora. No le mando algo bueno porque sigo pobre.
“Bendice a ustedes su afectísimo patrón,
“Rosas “

Fuente: diarioalfil

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