Encarnación Ezcurra, una mujer con gran poder político

María de la Encarnación Ezcurra de Rosas fue posiblemente una de las mujeres que más poder tuvo en el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Rosas no se sentía cómodo en la ciudad, apenas iba para visitar a la joven María de la Encarnación Ezcurra y Arguibel, una chica que era tanto o más brava que él, de 18 años, que pertenecía a una respetada y acomodada familia. María de la Encarnación Ezcurra y Arguibel nació en Buenos Aires el 25 de marzo de 1795, siendo sus padres Juan Ignacio Ezcurra, español, y doña Teodora Arguibel, que era argentina hija de franceses. El bisabuelo paterno de Encarnación, Domingo de Ezcurra, había nacido en el valle de Larraun, Pamplona Navarra, España. Tanto los Ezcurra como los Ortiz de Rozas se habían puesto firmes en algo: los novios eran muy jóvenes para casarse. Y cuentan que Agustina, la madre del muchacho, era la más porfiada en convencer.

Una carta para casarse

La leyenda cuenta que la idea fue de él. Le propuso a Encarnación que le escribiese una carta, diciéndole que estaba embarazada. Esa carta fue dejada en un lugar visible al alcance de la madre del muchacho. Cuando Agustina López de Osornio encuentra y lee la carta, se dirige con desesperación a la casa de Teodora Arguibel, la madre de Encarnación Ezcurra, para darle la novedad. Las dos señoras resolvieron allí mismo que, ante el bochorno que una situación semejante pudiera ocasionar en los círculos sociales, apuraran el casamiento entre Encarnación Ezcurra y Juan Manuel de Rosas, la boda sucedió el 16 de marzo de 1813.

La pareja tendría tres hijos. Juan Bautista, nacido el 29 de junio de 1814, a quien el papá poca atención le prestó. El hijo de éste, también llamado Juan Manuel, sería gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1913. Luego nació María de la Encarnación, el 26 de marzo de 1816, que falleció el mismo día y por último Manuela Robustiana, el 24 de mayo de 1817, su favorita.

Lo sorprendente fue la fibra política que Encarnación reveló ya durante el primer período de gobierno de su esposo, entre 1829 y 1832. Al año siguiente cuando Rosas dejó de ser funcionario y encabezó la campaña al desierto, la mujer se convirtió en su temible brazo político. 

Los federales estaban divididos. No se pusieron de acuerdo en otorgar las facultades extraordinarias que Rosas exigía; otros querían sancionar una Constitución, a la que Rosas se oponía y además el nombramiento de gobernador Juan Ramón Balcarce no fue del agrado de la pareja. Fue misión de Encarnación desarrollar una feroz campaña de descrédito, acusaciones y calumnias contra Balcarce, que hacía todo lo posible en congraciarse con Rosas.

En abril de 1833 hubo elecciones a diputados. Se presentaron dos listas que llevaban a Rosas como primer candidato; la de los “lomos negros”, que se oponían a la extensión de las facultades extraordinarias y que fue la ganadora, mientras que la que perdió fue la de los “apostólicos”, fieles a Rosas. Pero como algunos candidatos habían sido electos tanto por la ciudad como la campaña, debió celebrarse otra elección para cubrir esas vacantes, pero los disturbios armados por Encarnación hizo que se suspendieran. Para colmo, cuando la justicia decidió procesar al dueño del diario “El restaurador de las leyes”, Encarnación echó leña al fuego al denunciar que se quería enjuiciar a Juan Manuel. Provocó una pueblada de 300 personas frente al juzgado, hubo represión del gobierno y un sector del ejército se plegó al clamor popular en favor de Rosas. Balcarce, sin resto, debió renunciar. Era la “revolución de los restauradores”. Rosas, desde la inmensidad del desierto, se hizo el desentendido.

Juan José Viamonte, el nuevo gobernador, tampoco fue del agrado de la pareja. Y es cuando apareció la Sociedad Popular Restauradora, organizada por la propia Encarnación, una sociedad política apuntada a sostener a Rosas. Tendría su brazo armado, La Mazorca.

Hombres armados, que actuaban generalmente de noche, aterrorizaban a los sospechosos de ser opositores. Era habitual escuchar disparos o gritos frente a sus domicilios para intimidarlos y que, en definitiva, se fueran de la ciudad y del país. Con el tiempo, las amenazas pasarían a los hechos concretos, los degüellos.

La negra Toribia

Transformó su casa en un verdadero comité, en el que iban y venían gente de confianza, negros, mulatos, mujeres que traían chismes de los arrabales, que se cruzaban con políticos y militares. “Aquí, a mi casa, no pisan sino los decididos”. No se equivocaba el cónsul francés cuando la describió como “una mujer de unos cuarenta años, más pequeña que grande y no parece de buena salud; pero cuando se anima al hablar es fácil ver que tiene alma y energía si las circunstancias lo exigen”. Sus enemigos le decían, despectivamente, “la negra Toribia”.

A pedido de su marido, tuvo una especial consideración hacia el caudillo riojano Facundo Quiroga, que vivía en la ciudad: “Le pasé un recado muy cariñoso al general Quiroga diciéndole que si no lo incomodaría pasaría a hacerle una visita y tener el gusto de darle un abrazo, y la contestación fue venirse él enseguida, muy contento”, le contó a su marido.

Primera víctima por un escrache

Cuando Bernardino Rivadavia regresó a la ciudad, los desmanes pasaron a mayores y cobraron su primera víctima. El 29 de abril de 1834 Encarnación mandó gente a las casas del gobernador, de Manuel José García y del canónigo Pedro Pablo Vidal, entre tantos otros. En Chacabuco y Alsina seis hombres a caballo balearon el frente de donde vivía el religioso. Uno de los disparos hirió mortalmente a Esteban Badlam Moreno, de 21 años, que pasaba por el lugar. Era hijo de una hermana de Mariano Moreno y se desempeñaba como oficial en el Ministerio de Guerra. Murió de dos disparos

La mujer, ajena a esto, le escribió a su marido: “No se hubiera ido Olazábal, Ugarteche, si no hubiera yo buscado gente de mi confianza que le han baliado las ventanas de su casa, lo mismo que en la del godo Iriarte y el fascineroso Ugarte”. La maniobra surtió efecto. Muchos unitarios fueron dejando el país, tomando el camino del exilio.

El resto es historia conocida. En 1835 Rosas fue ungido gobernador con el ejercicio de las facultades extraordinarias y su esposa lo fue con el título de “Heroína de la Federación”. 

Tres años después, Rosas recibió un duro golpe. Su esposa, de 43 años, enfermó y murió el 20 de octubre de 1838.

Las exequias fueron imponentes. Alrededor de 25 mil personas acompañaron el cortejo fúnebre desde el Fuerte hasta San Francisco, donde fue enterrada. El costo de 30 mil pesos corrió por cuenta de la Junta de Representantes. Se rezaron 180 misas y por dos años todos debieron lucir luto obligatorio. Aseguran que al día siguiente surgió la idea de lucir un cintillo punzó.

El viudo le dedicó a su esposa la iglesia Nuestra Señora de Balvanera, construida por el maestro mayor José Santos Sartorio, que le haría su casa en Palermo. Junto a su hija Manuelita, asistió a la inauguración el 4 de abril de 1842.

Para entonces, el todopoderoso Rosas ya convivía con Eugenia Castro, una chica de 18 años que su papá el coronel Juan Gregorio Castro le había confiado su cuidado antes de morir. Con ella tuvo ocho hijos. Al último no llegó a conocerlo ya que estaba en el exilio. Nunca más los vio ni se preocupó demasiado por ellos. Es que parece que solo tuvo un solo amor, esa mujer poco agraciada, más baja que alta, que había dado todo por su Juan Manuel.

Fuente: infobae

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