El día que un equilibrista cruzó Plaza de Mayo

El equilibrista francés de fama mundial, Charles Blondín, participó de las Fiestas Mayas de 1877 en Buenos Aires.

Es la noche del 24 de mayo de 1879. Algunos trasnochadores comentan la instalación de dos gruesos postes, «de más que regular altura», uno en cada extremo de la “Plaza de Mayo”. Al día siguiente una cuerda une los extremos de ambos postes, conformando un riel mortal cortando el vacío. Se ha hecho alguna publicidad diciendo que el señor Blondín, equilibrista de fama mundial, se adherirá a los festejos del 25 de Mayo cruzando la plaza de punta a punta, a varios metros del suelo, sin red de protección alguna. Su única ayuda, un balancín y su extraordinario coraje y sentido del equilibrio. Realizó dos funciones consecutivas -el 24 y 25 de mayo de 1877- en las que caminó, con notable equilibro, por un cable colgado en las alturas. En total, convocó a unas sesenta mil personas (20.000 el jueves, 40.000 el viernes).

No todos estaban de acuerdo en que se le dejara hacer tal prueba. Existía cierto riesgo debido a que Monsieur Blondín -a quien le gustaba proclamarse «el Napoleón de los acróbatas»- tenía 54 años y sus reflejos ya estaban a tiempo de traicionarlo. De todas maneras, se autorizó la demostración, que se llevaría a cabo a más de treinta metros de altura.

La actividad tenía un condimento extra. Varios años atrás, un señor de apellido Thompson había apostado 10.000 libras a que el francés moriría en una caída antes de cumplir los sesenta años. En la tarde del 24 de mayo de 1877, veinte mil espectadores se concentraron en la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo). Todos aguardaban al cincuentón simpático que, con un corto balancín, aparecería a la brevedad para iniciar el cruce. El Gran Blondin se asomó por la casilla colocada especialmente para la función, en una punta del techo de la Recova.

Se peinó el bigote y se lanzó. Cruzó hasta la otra punta. Fue como si estuviera atravesando un río desde un ancho puente. Realizó diversas pruebas, maravillando al público. Al día siguiente, repitió las destrezas ante el doble de asistentes, en un día en que el Teatro Colón (situado en el solar que hoy ocupa el Banco Nación en Plaza de Mayo) también ofrecía un acto, con entrada paga, para ver a las mejores plumas argentinas recitando versos dedicados al general José de San Martín.

El 27 de mayo realizó la última función en el Teatro Variedades, que tituló «Adiós Buenos Aires». Siguió con sus aventuras por otras fronteras. Su próxima escala fue Viena. Moriría en su cama, en 1897, a los 73 años.

Luego de la exitosa actuación en la Plaza de la Victoria, la policía se vio obligada a comunicar a sus agentes que prestaran atención, ya que infinidad de chicos se lanzaron a experimentar la práctica del equilibrismo y era necesario prevenir a los jóvenes acróbatas de que había (y habrá) un solo Blondín.

¿Quién era el equilibrista?

Su gran debut había tenido lugar el 30 de junio de 1859 a las cinco de la tarde cuando, ante una multitud, cruzó las cataratas del Niágara (un recorrido de 335 metros de distancia a 60 metros de altura, entre la frontera de los Estados Unidos y Canadá). Tardó diecisiete minutos y algunos segundos. Al arribar a la orilla canadiense –estaba bañado en transpiración– pasó su gorra, recolectó dinero de su público, tomó un trago de whisky y regresó a los Estados Unidos. Otra vez por la cuerda, pero más rápido: en seis minutos.

Era bajo de estatura: medía un 1,68 metros, y pesaba 63,5 kilogramos. Rubio y de ojos celestes. Un empresario circense le había pedido que descartara el apellido Gravelet y adoptara uno artístico. Por lo rubio, por lo blondo, optó por Blondin. Se transformó en la sensación de Buffalo (la ciudad donde se hospedaba, 24 kilómetros al sur de las cataratas) y repitió la experiencia pocos días después, pero con los ojos vendados. Como el público pedía más, el fin de semana pasó la frontera, siempre en la cuerda, ¡empujando una carretilla! Otras presentaciones fueron caminando hacia atrás o, incluso, sin su balancín.

En aquellos días recibió muchas cartas de vecinos que se postulaban a cruzar con él, a cambio de una buena remuneración. Blondín respondió que él no pagaría, aunque estaba dispuesto a llevar a quien lo deseara. Eso sí: en caso de que fueran hombres, abonarían el precio del transporte. Si la postulante era mujer, él la llevaría gratis. La falta de oferentes hizo que el 17 de agosto de 1859 terminara haciendo esa prueba con su representante, Harry Colcord, de su mismo peso. Y no fue nada fácil. Al menos en seis oportunidades se balancearon buscando equilibrio y parecía que se caían. El representante, pobrecito, hacía lo mismo que haría la mayoría de nosotros: inclinar el cuerpo hacia el lado contrario en que se desplazaban, casi como un acto reflejo. Blondín le gritaba -aumentando la tensión general- que dejara el cuerpo muerto y que no se movieras más. Colcord estaba pálido y el cruce demandó cuarenta y dos insoportables minutos. Pocas demostraciones han tenido el grado de espectacularidad y angustia que provocó el equilibrista -más precisamente denominado funámbulo- esa histórica tarde.

El Gran Blondín no sabía que más inventar para agregarle novedades al cruce. Una de las últimas veces en el Niágara, preparó una omelette en una sartén mientras se mecía en la cuerda suspendida encima de las cataratas. Paró a mitad de camino para cocinarla y comerla. Luego, finalizó el recorrido.