1896 – La trágica muerte de Leandro N. Alem

En un carruaje solitario, con una pistola Smith&Wesson, Leandro N. Alem se quitó la vida. Tenía 54 años.

A las 9 de la noche del miércoles 1 de julio de 1896 de la casa del Dr. Leandro N. Alem habían solicitado un coche. Puntual, el cochero Martín Suárez llegó a la puerta del domicilio, en la calle Cuyo (hoy Sarmiento), entre Callao y Rodríguez Peña.

Como había pasado casi una hora sin que nadie saliese, estuvo por irse, hasta que de pronto apareció, como un relámpago, el diputado Alem. Mientras se subía al carruaje número 1558, preguntó:

-¿Sabés cómo ir al Club del Progreso?

Según el conductor, no habrían hecho más que veinte metros cuando escuchó un estampido. Creyó que había sido un cohete. Además, el sonido de los cascos del caballo contra los adoquines confundían los ruidos callejeros.

Cuando el coche llegó a la sede del club, que por entonces funcionaba en Perú y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), el cochero repetía: «El doctor Alem se mató…».

Yacía sobre el asiento. Vestía su característico traje oscuro, muy usado, con un corte un poco pasado de moda. Sobre sus hombros, un poncho de vicuña. Junto a su mano derecha había un revólver Smith & Wesson de culata nacarada. Se veían manchas de sangre, algunas en la ropa y otras sobre el asiento. Aún se percibía el olor a pólvora.

Uno de los socios del club que casualmente ingresaba, hizo llamar a la policía, mientras que el portero José Rodríguez entraba para dar la noticia.

Llevaron el cuerpo al salón del primer piso donde lo depositaron sobre una mesa. Detrás de la oreja derecha se veía el orificio de entrada de la bala.

Alguien cubrió su rostro con el poncho de vicuña que el suicidado traía. Tenía 54 años. Para la medianoche, los alrededores del Club del Progreso eran un hervidero de gente, que se dio cita a pesar del frío y la llovizna.

La noticia cayó como un balde de agua fría entre sus amigos y entre sus adversarios políticos, quienes lo respetaban, aunque algunos no lo entendían. En la redacción del diario La Nación se armó de apuro la crónica del hecho, y destacaron que «hacía mucho tiempo que estábamos distanciados del Dr. Alem en las actividades y apasionamientos de la lucha política. El iba por un camino, nosotros por otro; convencidos él y los suyos de que la senda que seguían era la única buena para llegar seguramente al logro de sus fines patrióticos, y creyendo nosotros con la misma seguridad que la nuestra era la mejor», escribieron al día siguiente.

Fue el juez de instrucción quien registró sus bolsillos. Habían dos paquetes para Martín Irigoyen y un papel: «Perdónenme el mal rato, pero he querido que mi cadáver caiga en manos amigas y no en manos extrañas, en la calle o en cualquier otra parte», lo que indica que planeaba suicidarse en su casa.

Dejaría otras cartas. A su hijo Leandro le escribió que «no abandones nunca la senda recta, por grandes que sean los sacrificios que alguna vez esta conducta pueda exigirte».

Alem tenía a su cargo a su hermana soltera. «Adiós Tomasa. Perdóname todo cuanto te haya hecho sufrir por mi agitada vida y cuánto te haré sufrir por ésta, mi resolución. El caso era fatal; la situación ineludible. Vivir deprimido o morir (…) si algo me consuela, es esa confianza de que te hablo, de que tú no quedarás abandonada».

El entierro estaba planeado para el día 3, pero la intensa lluvia lo impidió. El 4, a las 13 horas, sacaron a pulso el féretro de su casa, donde había sido el velatorio, su sobrino Hipólito Yrigoyen, Roque Sáenz Peña, Martín Irigoyen, su hijo Leandro, Pereira Rosa y Manuel Ruiz Moreno.

A Barroetaveña le escribió sobre un «pequeño pliego para que se publique». Era su testamento político. Entre sus conceptos, señala:

«He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. Si, que se rompa, pero que no se doble.
He luchado de una manera indecible en estos últimos tiempos, pero mis fuerzas, tal vez gastadas ya, han sido incapaces para detener la montaña y la montaña me aplastó.

«He dado todo lo que podía dar; todo lo que humanamente se puede exigir a un hombre, y al fin mis fuerzas se han agotado…

«Los sentimientos que me han impulsado, las ideas que han alumbrado mi alma, los móviles, las causas y los propósitos de mi acción y de mi lucha en general en mi vida, son, creo, perfectamente conocidos. Si me engaño a este respecto, será una desgracia que yo ya no podré ni sentir ni remediar.

«Entrego, pues, mi labor y mi memoria al juicio del pueblo, por cuya noble causa he luchado constantemente. En estos momentos el partido popular se prepara para entrar nuevamente en acción en bien de la patria. Mis dolencias son gravísimas, necesariamente mortales. Adelante los que quedan.

«Ah,¡Cuánto bien ha podido hacer este partido, si no hubiesen promediado ciertas causas y ciertos factores!

«No importa ¡todavía puede hacer mucho, pertenece principalmente a las nuevas generaciones, ellas le dieron origen y ellas sabrán consumar la obra, deben consumarla! Me voy para allá, muy lejos«, le escribió a otro de sus amigos.

La mesa, donde habían depositado su cuerpo la trágica noche del 1 de julio de 1896, aún se conserva como un tesoro en el Club del Progreso.